Tu sombra y la lira es un mapa de mareas donde la memoria entra como una corriente fría y sale como una fiebre alta, dejando al lector con las manos saladas y una certeza: el origen no es un lugar, es la lengua cuando decide quedarse a vivir en el cuerpo. Barranco aparece aquí como un barrio que aprendió a ser leyenda sin pedir permiso, con su puente convertido en altar portátil y sus maderas respirando la vieja liturgia del verano y la niebla, mientras la lira afila el aire hasta volverlo corte. Hay un pulso que viene de lejos, una respiración que mezcla a Eguren con los ficus de Martín Adán y los ojos que miran el mundo como quien ata un cabo a la borda para no caerse del presente.
El libro trabaja la fricción de las lenguas como quien frota un pedernal: del castellano que nombra la herida al alemán que la enfría para verla mejor, dos voces que no se traducen, se desafían, y en el choque aparecen nuevas chispas de sentido. Ese díptico —“Me muero…” frente a “Ich sterbe…”— no replica un gesto, levanta un territorio donde el exilio deja de ser ausencia para volverse herramienta, una ética de escribir contra el olvido con tinta que no se deja secar del todo. La consecuencia es una música áspera y precisa, con el verso haciendo de lija y de bálsamo según la hora del día, como si cada poema tuviera la obligación de ganarse la respiración que gasta.
El amor en estas páginas no es un salón sino una intemperie; no una metáfora amable, sino una gimnasia del vértigo que recorre el cuerpo como un animal despierto, con piezas que van de lo carnal a lo mítico sin cambiar de cuchillo por el camino. De Don Juan Tenorio al durazno heraclíteo, de la geórgica del tacto a la arboleda de la espera, el libro entiende el deseo como una geografía que se pisa con cuidado y se recuerda con hambre, porque el hambre también es una forma de memoria. Y cuando el poema decide aminorar, lo hace para poner el oído en la respiración del tiempo: ahí están Sísifo pidiendo turno, la clepsidra rota y esa ciencia doméstica que consiste en saber cuánto pesa una despedida cuando por fin se formula.
La intertextualidad no es adorno, es munición: Garcilaso aparece como un santo de guardia, Hölderlin como fraternidad de altura, Platón como rumor antiguo que todavía sabe dar la luz justa a lo que merece contemplación y a lo que exige combate. Con ellos el poeta arma una cuadrilla que no desfila: trabaja, corta, empuja; y en ese trajín la lira deja de ser instrumento para convertirse en herramienta, que es cuando la belleza deja de posar y empieza a servir. Alguna vez el barroquismo se desmanda y pide un latigazo de contención, pero incluso entonces hay una fe de taller, una disciplina que sujeta el verbo para que no se caiga del andamio.
Tu sombra y la lira es, en suma, un cuaderno de navegante que aprendió a orientarse sin cartas, guiado por una lengua que no quiere ser souvenir sino brújula, y por un recuerdo que ha entendido por fin que el hogar no siempre se encuentra: a veces se escribe. Quien entre sabrá pronto que no se trata de rosas ni de porcelanas, sino de maderas que crujen, metales que suenan y una mar que aplaude o sentencia según el ánimo del día; y que en ese ruido está el honor de un libro que prefiere la verdad áspera a la mentira pulida. Aquí la poesía no pide clemencia: se la gana, y en ese gesto devuelve al lector un botín extraño y necesario, hecho de imágenes que arden despacio y de silencios que alumbran.
Antonio Graña Ojeda