Cuando el romance vuelve a tener algo que decir

Llegó a nuestra mesa editorial con el empeño discreto de los manuscritos que no necesitan gritar para llamar la atención. José Carlos Balagué Doménech, economista de profesión y poeta de vocación, había enviado algo que no podíamos saber aún si era una rareza erudita o una genuina sorpresa literaria. El primer vistazo bastó para darse cuenta de que estábamos ante algo inusual: 790 versos octosílabos organizados en diez secciones temáticas, todos ellos contando la historia de cinco cristianas raptadas por bereberes en las postrimerías del reino nazarí de Granada. Un material que, por su misma naturaleza, podría haber quedado en ejercicio académico o pastiche historicista. Pero no fue así. Desde los primeros compases del “Romance de las cristianas raptadas” se percibe que este autor ha encontrado la manera de hacer que una forma clásica diga algo completamente contemporáneo sin traicionar ni un ápice su esencia tradicional.

Balagué maneja el octosílabo asonantado con la naturalidad de quien conoce a fondo sus secretos técnicos, pero también con la intuición de quien comprende que la métrica no es ornamento sino arquitectura. Su uso del pretérito imperfecto de subjuntivo arcaico no resulta afectado porque sirve a un propósito expresivo concreto: crear ese clima temporal donde el pasado no está cerrado sino que late aún en la memoria. Cuando leemos “que con veinte bereberes / con otras cuatro raptara”, no estamos ante un alarde filológico sino ante una decisión estética que sitúa la acción en esa zona limítrofe donde lo histórico se vuelve legendario. El autor demuestra un dominio notable de la sinalefa, el hiato y la sinéresis, pero nunca como exhibición técnica, siempre como herramientas al servicio de la fluidez narrativa y la música del verso.

El verdadero hallazgo de esta obra reside en haber intuido que el síndrome de Estocolmo, aunque el término no se mencione nunca, constituye una metáfora perfecta para explorar los mecanismos de la adaptación humana ante lo adverso. La transformación emocional de Isabel, Dorotea, María, Inés y Susana desde el terror inicial hasta el amor final no se presenta como inverosímil porque Balagué ha sabido graduar con precisión psicológica cada uno de los pasos de este proceso. La evolución que el autor describe en aquellos versos memorables, “día a día, poco a poco, / ganaron su confianza, / transformándose en afecto / el rencor que les guardaban”, tiene la veracidad de lo observado y la inevitabilidad de lo bien construido.

La elección del marco histórico resulta especialmente acertada. Los meses que van del otoño de 1491 al invierno de 1492-93 representan el fin de un mundo, el momento en que ocho siglos de convivencia cultural van a resolverse en ruptura definitiva. Balagué aprovecha esta coyuntura para explorar, sin didactismo pero con honda inteligencia, la complejidad de las identidades mestizas y la tragedia de los purismos excluyentes. Abdullah, el jeque bereber protagonista, emerge como un personaje de notable hondura humana, alejado por completo de los estereotipos al uso. Su cortesía, su respeto hacia las cristianas, su capacidad de seducción intelectual y emocional lo convierten en un contrapunto perfecto a la brutalidad de los esposos cristianos que llegan a “rescatar” a sus mujeres.

Hay en esta obra una modernidad que no deriva de concesiones al gusto contemporáneo sino de la capacidad del autor para encontrar en una historia del pasado los conflictos eternos del presente. El episodio de la cruz y la media luna que Isabel acepta llevar juntas funciona como símbolo perfecto de esa hibridación identitaria que caracteriza nuestra época. Cuando Abdullah regala a Isabel “la media luna engastada / en un balaje precioso” para que la porte “junto a la cruz” como “recuerdo de aquel / que su corazón robara”, estamos ante una imagen de tolerancia y mestizaje que cobra especial resonancia en tiempos de crispación identitaria.

La estructura cíclica de la obra, organizada en torno al paso de las estaciones, refuerza la idea de transformación natural y necesaria. No es casualidad que el rapto se produzca en otoño y la huida definitiva en invierno: entre ambos momentos se ha completado un ciclo vital que ha cambiado para siempre a todos los protagonistas. La sección titulada “Olores. Verano” contiene algunos de los versos más logrados del conjunto, donde Balagué despliega una sensualidad contenida pero eficaz al describir la intimidad creciente entre Abdullah e Isabel.

El uso del léxico arabizante constituye uno de los aciertos más notables del romance. Términos como “alfareme”, “tarbea”, “almadraques”, “azagaya” no funcionan como arqueologismo complaciente sino como elementos necesarios para crear el universo poético de la obra. El glosario que acompaña al texto demuestra el rigor documental del autor, pero lo importante es que estas voces árabes se integran orgánicamente en el flujo del verso sin entorpecer la comprensión ni quebrar el ritmo.

Si algo se le puede reprochar a esta obra es cierta tendencia a la descrición arqueológica que en algunos momentos ralentiza el ritmo narrativo. Las descripciones de estancias y vestimentas, aunque hermosas y documentadas, a veces pesan más de lo necesario sobre la línea argumental. También es cierto que las cuatro cristianas que acompañan a Isabel en su cautiverio permanecen algo desdibujadas, funcionando más como coro que como personajes individualizados. Pero estos son reparos menores ante la solidez del conjunto y la originalidad del planteamiento.

“Romance de las cristianas raptadas” demuestra que la tradición métrica española conserva una vitalidad expresiva que permite abordar temas actuales sin necesidad de renunciar a la herencia formal. Balagué ha logrado escribir una obra que honra tanto el pasado literario como las inquietudes del presente, creando esa síntesis difícil entre tradición e innovación que caracteriza a las obras perdurables. En un panorama poético frecuentemente dominado por la experimentación formal vacua o la confesión narcisista, esta obra recuerda que la verdadera originalidad consiste en hacer que las formas clásicas digan algo que nunca habían dicho antes. El romance ha encontrado en Balagué Doménech no solo un continuador técnicamente solvente, sino un renovador auténtico que demuestra cómo la mejor manera de ser contemporáneo es, a veces, recuperar lo eterno.

Andrés García Pérez-Tomás