El Arte de la Pausa: Cuando la Literatura Recobra Su Condición de Santuario
Existe un momento preciso en la experiencia de todo lector maduro donde se produce el reconocimiento de algo que podríamos llamar la literatura necesaria: aquella que no busca impresionar ni sorprender sino que se instala silenciosamente en nuestro tiempo interior para modificarlo desde dentro. Ocurre exactamente esto con “Hogar de Ninfas”, el debut poético de Pedro Carbajal García a los 64 años, un libro que practica la arqueología de la contemplación con la misma precisión con que se excava un yacimiento o se redacta una sentencia.
No es casual que este autor haya llegado a la poesía desde la formación jurídica. Tampoco que lo haga a través de una forma tan exigente como el haiku, esa arquitectura verbal japonesa que demanda economía absoluta de medios para producir máxima intensidad de efectos. Existe una disciplina específica en cada uno de estos cincuenta poemas que revela décadas de entrenamiento en el arte de decir lo esencial, de eliminar lo accesorio, de encontrar la palabra exacta para la experiencia exacta. “Es piel de abedul, / velo de terciopelo, / silencio en pie”, escribe en el primer haiku, y ya está todo dicho sobre su método: una percepción táctil que se convierte inmediatamente en metáfora, una textura que es también una actitud ante el mundo.
Podría pensarse que el haiku es una forma menor, un ejercicio de virtuosismo oriental mal trasplantado a sensibilidades occidentales. Nada más equivocado, por lo menos en manos de Carbajal García. Su comprensión del haiku trasciende la mera imitación formal para convertirse en una filosofía de la atención. Cada poema funciona como un experimento perceptivo donde el autor ha aprendido a detenerse el tiempo necesario para que la realidad se revele en su intensidad más desnuda. “Gotas de lluvia / atravesadas de sol, / nimbo de color”: en estas nueve palabras está contenida una lección completa sobre cómo mirar, cómo esperar el momento en que los elementos se combinan para producir la epifanía.
La estructura estacional del libro no es ornamental sino arquitectónica. Carbajal García ha comprendido que la contemplación auténtica requiere duración, que la sabiduría poética no se produce en el instante sino en el transcurso, en la acumulación paciente de momentos que van sedimentando hasta convertirse en comprensión. Empezamos en primavera con esa “piel de abedul” que inaugura el ciclo y terminamos en invierno con “La fina niebla” que “opacó su cerebro” hasta convertirlo “en niña”. Entre ambos extremos se despliega una educación sentimental completa, una pedagogía de la sensibilidad que enseña a leer el mundo a través de sus transformaciones.
Hay en estos haikus una cualidad que podríamos llamar la elegancia de la edad madura: la capacidad para encontrar belleza sin dramatismo, intensidad sin urgencia, profundidad sin exhibición. Cuando Carbajal García escribe “La hoja seca / sobre la hierba verde. / Rara belleza”, está practicando una forma de mirada que solo es posible después de haber atravesado suficientes otoños como para entender que lo hermoso incluye lo marchito, que la perfección puede residir precisamente en la aceptación de la imperfección.
El paisaje asturiano funciona en el libro como un personaje más, pero nunca como postal folclórica sino como territorio simbólico donde cada elemento cumple una función poética específica. El asturcón negro donde “el misterio galopa bajo la piel”, los robles heridos por el rayo que siguen brotando, esa lechuza quieta sobre rama de haya que produce “miedo sagrado”: son presencias que trascienden lo meramente descriptivo para convertirse en cifras de estados interiores, en símbolos que cualquier lector puede reconocer independientemente de su geografía personal.
La verdadera contemporaneidad de estos haikus reside en su función resistente. En una época caracterizada por la velocidad y la dispersión, por la fragmentación constante de la experiencia y la imposibilidad creciente de sostener la atención durante períodos largos, Carbajal García propone cincuenta ejercicios de desaceleración consciente. Cada haiku requiere ser leído despacio, meditado, saboreado. Son poemas que se resisten al consumo rápido, que exigen del lector la misma paciencia contemplativa que exigieron del autor.
Existe también en el libro una dimensión que podríamos llamar sinestésica, una capacidad para fusionar percepciones de sentidos diferentes que enriquece extraordinariamente la experiencia poética. “Dulce silencio”, “nimbo de color”, “alma cálida”: estas combinaciones no son caprichos estilísticos sino estrategias precisas para activar múltiples canales perceptivos simultáneamente, para hacer que cada haiku reverbere en diferentes niveles de sensibilidad.
La progresión temporal del libro permite asistir a algo semejante a una respiración cósmica: la inspiración primaveral que llena los pulmones de posibilidades, la retención estival que celebra la plenitud, la espiración otoñal que acepta el despojamiento, la pausa invernal que prepara el nuevo ciclo. Es un ritmo que conecta con memorias corporales muy profundas, con esa sabiduría ancestral que nos dice que todo tiempo de florecimiento requiere su correspondiente tiempo de reposo.
No hay en “Hogar de Ninfas” confesionalismo explícito ni exhibición emocional. Carbajal García ha encontrado la manera de transformar lo que podríamos suponer experiencia autobiográfica en contemplación universal, de convertir su paisaje específico en territorio donde cualquier lector puede reconocerse. Esa transformación es precisamente la operación más delicada del arte poético: tomar lo particular para volverlo universal sin perder especificidad ni autenticidad.
Al cerrar el libro uno experimenta algo semejante a lo que debieron experimentar los lectores de los primeros haikus japoneses: la sensación de haber participado en una ceremonia, de haber sido invitado a una forma de percepción más refinada y más paciente que la habitual. Pedro Carbajal García ha logrado que la tradición del haiku hable español sin traicionar su esencia, que la sabiduría zen se domestique en paisaje asturiano sin perder universalidad. Es, finalmente, lo que la buena literatura hace siempre: recordarnos que el mundo es más rico y más extraño de lo que creíamos, y que basta con aprender a mirarlo con la atención suficiente para descubrir que llevamos décadas viviendo rodeados de poesía sin saberlo.
Javier Pérez-Ayala
