Manual de instrucciones para días nublados y corazones remendados
Hay días en los que uno sale a la calle con la sensación de que la vida le queda un poco grande, miren, no sé si me entienden, esos días de grisura existencial en los que el ruido del tráfico y las prisas de la gente le hacen a uno sentirse más solo que la una en medio de la multitud. Y es entonces, en medio de ese desamparo tan urbano y tan nuestro, cuando caer en las páginas de un libro como Afouteza & Certeça se convierte en una suerte de refugio antiaéreo contra la tontería imperante. Sabela Gondulfes ha escrito algo que no sé muy bien si es poesía o una charla de esas que se tienen en la cocina a las tres de la mañana, cuando ya no quedan excusas ni posturas, y uno se pone a contar la verdad, esa verdad pequeña y dolorosa que se nos clava en la garganta. Porque, qué quieren que les diga, uno se cansa de esa literatura de cartón piedra donde todo el mundo es guapo y exitoso; aquí hay una mujer que se confiesa imperfecta, que admite que con los hijos se mete la pata una y otra vez, y en esa confesión hay más valentía que en todos los manuales de crianza que nos venden en los grandes almacenes.
Lo que me ha dejado tocado, y se lo digo con la mano en el pecho, es esa manera que tiene de mirar a los padres cuando los padres empiezan a dejar de serlo, esa ternura infinita y devastadora hacia el padre con la memoria resbaladiza que la observa mientras ella hace las cosas cotidianas, fregar los platos o mirar por la ventana. Hay que tener mucho coraje, mucha afouteza de esa, para escribir sobre el alzhéimer sin caer en el melodrama barato, simplemente contando cómo se deshilacha la vida y cómo, a pesar de todo, seguimos ahí, intentando que el cariño no se nos escape por el desagüe. Gondulfes tiene esa capacidad de las grandes observadoras de la vida doméstica, de las que saben que la historia con mayúsculas no pasa en los despachos de los señores importantes, sino en ese “Peso de la Esperanza” que se mide en una romana antigua, en los olores de la tierra gallega o en el silencio de una casa donde alguien falta.
Y luego está esa mezcla tan curiosa, tan de ciudadana del mundo que no olvida su aldea, de llevarse a Neruda y a Celaya en la maleta para irse a Chile o a Nueva York, y volver para contarnos que, al final, todos somos un poco forasteros buscando un sitio donde posar la maleta. Me gusta ese tono de “carta abierta” que tiene todo el libro, como si Sabela nos estuviera agarrando del brazo para decirnos: “Oye, que esto va en serio, que nos están robando la dignidad y nos estamos quedando tan anchos”. No es una pataleta, es una constatación melancólica pero firme de que hay que plantarse. Uno, que ya tiene una edad y unas cuantas cicatrices mal curadas, agradece encontrarse con esta voz que no grita, pero que tampoco susurra, que reivindica la lealtad a uno mismo y a los suyos como la única bandera que merece la pena izar. Lean a esta mujer, háganme caso, porque en sus versos hay ese calor de hogar que tanta falta nos hace cuando fuera hace frío y la intemperie se nos mete en los huesos.
Ana María Olivares
