Cuando la poesía habla sin ponerse la toga
Que conste que no entiendo un carajo de poesía. O mejor dicho, que durante años me enseñaron a no entenderla, a creer que había que descifrarla como si fuera un telegrama en morse enviado desde otra galaxia. Pero resulta que María Navas llega con este Poemas en el bolso y te planta en la cara una verdad tan simple como el agua: la poesía no es un crucigrama para señoritos aburridos, sino el hachazo diario que te parte las costillas cuando pierdes a quien quieres, cuando borras un nombre del wasap y toda tu historia se convierte en una cifra.
Lean ustedes esto y díganme si no hay aquí más honestidad que en cien volúmenes de hermetismo pseudointelectual: “He borrado tu nombre del wasap / y toda nuestra historia se volvió una cifra”. Ahí está todo, señoras y señores. La autora no necesita metáforas traídas de Góngora ni referencias a la mitología griega para contarnos el desgarro. Lo dice como lo diría cualquiera de nosotros, los que vivimos en este mundo de notificaciones y pantallas, pero lo dice con la precisión de un bisturí. Y eso, créanme, es más difícil que escribir veinte sonetos endecasílabos.
María Navas escribe desde la trinchera, no desde el saloncito. Sus poemas están llenos de gatas locas, wasaps borrados, diagnosis médicos, hermanos de vida que se mueren dejándote sin nombre para tu duelo porque no eres familia de sangre pero te han partido el alma igual. “No encuentro mi lugar en este duelo / porque más allá de la amistad, no tengo un nombre. / No hay espacio en esta despedida, / para tu mariliendre”. Lean eso y explíquenme cómo demonios se puede decir mejor el vacío legal y emocional de los afectos que no caben en el registro civil.
Esta poeta no finge. No se pone la túnica de sacerdotisa inspirada ni habla como si acabara de bajar del Parnaso. Dice “maricón” con cariño cuando su amigo se muere en invierno, dice que su piel es de uva y se desuella con un roce, que vive con una gata psicópata que se volvió loca el mismo día que ella recibió el guantazo de una mala noticia. Y lo dice así, sin ponerse medallas, sin exigir que la entiendan solo los iniciados. Por eso sus versos funcionan: porque son de carne, hueso y WhatsApp, no de mármol y biblioteca polvorienta.
Aquí hay duelos sin liturgia, amores del bueno —”del que calienta y no aprieta”—, desarraigos de quien ha cambiado de ciudad y no sabe ya quién la mira en el espejo, y sobre todo hay una voz que no pide permiso para decir lo que le duele. Navas escribe como quien se quita un abrigo demasiado pesado y lo deja caer en medio de la calle. Que lo recoja quien quiera. Ella ya ha dicho lo que tenía que decir. Y lo ha dicho limpio, sin floreos, con la contundencia de quien sabe que las palabras sirven para nombrar el mundo, no para disfrazarlo.
El libro transita del sur al norte, de Málaga a Asturias, del Mediteráneo al Cantábrico, pero siempre desde esa intemperie del que ha perdido algo imprescindible y ahora tiene que aprender a fingir ser sol cuando por dentro sigue siendo invierno. Lean el poema donde dice que lleva versos en el bolso, mezclados con chicles rancios, y que si se pierden irán a parar al vertedero donde las cucarachas los cuidarán porque “se resisten a morir”. Ahí está el autorretrato perfecto de esta poeta: sus palabras son supervivientes, polizones empeñados en seguir hablando aunque nadie los escuche.
No les digo que corran a comprar este libro porque sea perfecto ni porque vaya a cambiarles la vida. Se los recomiendo porque es honesto, porque está escrito sin trampa ni impostación, porque María Navas ha tenido el valor de llevar sus poemas en el bolso en lugar de guardarlos en una urna de cristal. Y porque en estos tiempos en los que todo el mundo finge ser sol en Instagram, da gusto leer a alguien que admite que su piel es de uva y que no siempre puede con todo. Eso, amigos, no es debilidad. Es literatura de la buena. De la que te parte el esternón y te deja respirando.
Javier Pérez-Ayala
