Almas errantes, de Kim Lemmen:
La profundidad que aún late en el silencio
Hay libros que no buscan deslumbrar, sino acompañar. Almas errantes, de Kim Lemmen, pertenece a esa familia de obras discretas y necesarias que se colocan en la estantería para quedarse, sin prisa ni aspaviento. Es un poemario breve —sesenta y tantas páginas— pero con la densidad de lo que no se agota. Lemmen, antropóloga y poeta neerlandesa afincada en España, compone una travesía por los territorios de la identidad, del desarraigo, de esa conciencia fragmentada que define a nuestro tiempo. Leyéndola se intuye no solo a la escritora sensible, sino también a la observadora del alma humana, esa que sabe que detrás de la biografía y la máscara late siempre una misma pregunta: ¿quién soy, y dónde pertenezco?
Su poesía transcurre en tres movimientos. Dispersión, donde asistimos a la pérdida, al desprendimiento de lo que fuimos; Dualismo, el diálogo tenso entre el yo y el tú, entre lo que se busca y lo que se teme encontrar; y Bricolaje, donde cada verso intenta recomponer, desde los restos, una nueva forma de ser. Lemmen domina la paradoja de la levedad y de la hondura: escribe desde un lugar claro, casi transparente, pero lo que dice arrastra ecos antiguos. Su palabra no se impone: se posa. Y en esa delicadeza escondida se encuentra quizá su fuerza más persistente.
Leer Almas errantes es como asistir a la respiración de un alma en tránsito. No hay tramas, apenas huellas. Pero cada poema es un territorio y una ausencia. Uno siente, al pasar sus páginas, que la autora nos habla desde un umbral: un punto entre el pensamiento y la emoción, entre la vida y su reflejo. Su escritura no se decanta por lo hermético ni por lo confesional; habita una zona intermedia donde el lenguaje se vuelve refugio. Lemmen se dirige al lector no como a un espectador, sino como a un cómplice silencioso, alguien que también ha intuido la fisura de la existencia.
En los tiempos de la velocidad, un libro así se lee como un acto de resistencia. No hay ironía, ni artificio, ni la necesidad de explicar cada símbolo: hay ritmo, música, un latido sereno que sostiene la lectura. Y, sobre todo, una confianza en que la poesía todavía puede ser un espacio de pensamiento, una forma de mirar el mundo sin rendirse a la superficialidad que nos rodea. Esa fe en la palabra —cuidada, exigente, sensible— es lo que convierte Almas errantes en una apuesta moral, además de estética.
Kim Lemmen no levanta una torre de hermetismo, sino un puente. Y quien cruza ese puente no sale indemne: sale más consciente, más liviano quizá, pero también más vivo. Porque —y esta es la verdadera gracia del libro— nos recuerda que, a pesar de todo, sigue siendo posible volver a las preguntas esenciales sin miedo al silencio.
