Un libro que te mira mientras lo miras

A veces te encuentras un libro y no sabes muy bien qué hacer con él. Alabanzas de esto y de lo otro, de José Soriano Recio, es uno de esos. Lo abres esperando poesía y te topas con cerditos que han perdido su cuento, con un lenguado que tuerce el ojo para ver el cielo, con triángulos que condicionan la percepción. Y piensas: esto no es lo que esperaba. Y tienes razón. No lo es. Pero resulta que tampoco sabías que lo necesitabas.

He leído bastante poesía en los últimos años, demasiada quizá, y casi siempre con la misma sensación de déjà vu. Poemas sobre el desamor, sobre la ciudad, sobre la madre, sobre el cuerpo. Todo muy sentido, todo muy honesto, pero también todo muy igual. Soriano Recio, en cambio, te descoloca desde el primer verso. No busca que empatices con una emoción reconocible. Busca que pienses. Que te pares. Que releas. Que te des cuenta de que el lenguaje no solo dice cosas, sino que las construye mientras las dice. Y eso no es poca cosa.

El libro empieza con tres cerditos, pero no son los cerditos que conoces. Son cerditos rotos, arquitecturas en ruinas, personajes que sobrevivieron al colapso de su narrativa original. Hay un lobo que huyó de Troya, un caserón lleno de marcas de otros cuentos, una escalera hundida en el costado de un cerdito como si fuera viga de un edificio derrumbado. Todo esto lo lees y piensas: vale, este autor no va a ser condescendiente conmigo. No me va a dar lo que espero. Me va a hacer trabajar. Y tienes razón otra vez. Pero si aceptas la propuesta, si entras en su lógica, el libro te regala algo inusual: la sensación de que la poesía todavía puede descubrir territorios nuevos.

Soriano Recio usa animales, pero no como metáforas sentimentales ni como fábulas morales. Los usa como piezas de un experimento filosófico. Un lenguado que adapta su cuerpo al fondo marino no es imagen bonita sobre la adaptación. Es demostración formal de que cambiar las reglas del cuerpo cambia las reglas de la realidad. Un mono que espera junto a Huizinga y Estragón no es símbolo de lo humano frustrado. Es variable epistemológica que explora qué significa estar en el límite entre naturaleza y cultura. Un pollo que intenta descifrar un juego terminado no es personaje entrañable. Es arqueólogo ingenuo que nos recuerda que comprender requiere haber jugado, que las reglas retroactivas son inaccesibles desde la mera observación.

Y luego están las alabanzas. Esta es la sección central del libro, donde el autor se mete de lleno en la paradoja del lenguaje. Cómo nombrar lo que no se puede nombrar. Cómo describir sabiendo que toda descripción es construcción. Cómo habitar los límites del decir sin caer en el silencio ni en la palabrería vacía. Cada alabanza es un poema que se mira a sí mismo, que cuenta sus propias palabras, que se convierte en sistema descriptivo que nace, crece y muere. Y no es juego gratuito. Es rigor filosófico vestido de poesía. O al revés. Tanto da.

Hay un poema sobre un envase de yogurt caducado que te hace reflexionar sobre la relación entre lenguaje y experiencia. Hay otro que repite “punto recta” ciento cincuenta veces y resulta que no es locura sino demostración matemática. Hay uno sobre memoria como catedral excavada en el cerebro, con capillas que se van añadiendo cada vez que investigas algo extraño. Hay uno sobre el azar que habita en el espesor de una moneda, en ese instante infinitesimal donde no puedes distinguir cara de cruz. Todo esto suena raro, lo sé. Pero funciona. Te hace pensar de otra manera.

No voy a mentir. Este no es un libro fácil. Requiere paciencia. Requiere disposición a que te descoloquen. Requiere aceptar que la poesía puede ser laboratorio, que puede pensarse a sí misma sin dejar de ser poesía. A veces te pierdes entre tanta abstracción. A veces echas de menos una emoción más reconocible, un verso que te llegue directo sin tanta mediación cerebral. Pero otras veces, muchas veces, te sorprendes admirando la precisión del lenguaje, la arquitectura del pensamiento, la valentía de construir un libro así en un panorama editorial que premia lo seguro y lo comprensible.

Me pregunto qué pasaría si más poetas se atrevieran a escribir así. No digo que todos deban hacerlo. La poesía emotiva, la del yo sincero y vulnerable, tiene su lugar y su valor. Pero también hace falta esto otro: poesía que piense, que se arriesgue, que no busque complacer sino inquietar. Soriano Recio ha escrito un libro que no pide permiso para existir. Un libro raro, exigente, inteligente. Un libro que te mira mientras lo miras, que te obliga a preguntarte qué es esto que estás leyendo y por qué te cuesta tanto soltarlo.

Al final, creo que de eso va la buena literatura. No de hacerte sentir cómodo, sino de llevarte a lugares donde no sabías que podías ir. Alabanzas de esto y de lo otro es uno de esos lugares. Extraño, sí. Difícil, también. Pero necesario. Porque nos recuerda que la poesía española todavía puede sorprendernos, todavía puede inventar, todavía puede pensar. Y eso, en estos tiempos de tanta uniformidad, es casi un milagro.

Ana María Olivares