Amar con los ojos cerrados: la poesía de lo que falta
Dicen que la poesía sirve para decir lo que ni callando se calla. Y este libro de Ángel Jesús Martín González, Cuatro estaciones, versos para ella, prueba que hay quien sabe nombrar la ausencia como si fuera la cosa más presente. El libro no se dedica a la naturaleza por fuera, sino a la naturaleza por dentro; trata de jardines, patios, ventanas, inviernos y estíos, pero lo que realmente narra es la geografía de la memoria, el paisaje de las separaciones y la luz de lo que queda. El ciclo de las estaciones, que en boca de otros suele ser un recorrido por las flores, los frutos, las hojas y las nieves, aquí funciona como estructura para contar la historia de quien recuerda, de quien espera y, bueno, de quien sigue amando en silencio.
Martín González no inventa historias, las desarma poco a poco, palabra por palabra, como quien retira capas de un corazón viejo. El lenguaje es limpio, directo, tan natural como el que llama a la vida desde lo cotidiano, pero siempre con el cuidado de la emoción que no quiere gritar, que prefiere dejarse sentir entre líneas. Y justo en ese detalle, la poeta encuentra la razón: mostrar la profundidad sin grandes eslóganes, poner el dolor y la esperanza en pareja, hacer visible lo que parece invisible. El libro no esconde los vacíos, los saca a la superficie y les pone voz, versos, sentimientos, deja que el lector los toque, los reconozca, los reconstruya en su propia historia.
La suerte de este poemario es no tener prisa, no imponer grandes designios, sino acompañar, invitar, acoger. El lector se encuentra en el medio de los versos como se encuentra en una habitación familiar, donde todos los objetos, aunque cambiados, siguen siendo los mismos, donde los recuerdos, aunque callados, no dejan de hablar. El libro deja de ser solo poesía para convertirse en crónica, en manual de emociones, en pista de baile donde los sentimientos deciden moverse lentamente, sin prisa, con el paso firme de quien sabe que cada palabra tiene su peso y, sobre todo, su razón de existir.
No hay grandes trovadores ni salidas de tono, solo la invitación a amar, a recordar, a reconocer en cualquier sitio de soledad o encuentro una parte de sí mismo, de lo que ha sido, de lo que ya no es, de lo que podría volver a ser. El libro de Martín González, en ese sentido, dice lo que cualquier mujer y cualquier hombre sabe, pero cuesta tanto nombrar: que el amor también tiene las estaciones, que el silencio puede ser la forma más honesta de hablar, y que, aunque todo acabe, todo continúa en el verso, en la memoria, en el abrazo de la poesía.
Ana María Olivares
