Cuando la amistad escribe mejor que el algoritmo
Hay libros que llegan a uno como llega el oleaje a la cubierta de barco cuando el mar está de mala leche. Sin previo aviso, sin alardes promocionales, sin aspavientos de feria literaria. Así me llegó Un firmamento de peces, de Nuria Gázquez y Cecilia Guiter, dos señoras —y eso del señoras lo digo con todo el respeto que merece quien pone las tripas sobre la mesa sin adornos— que decidieron convertir un puñado de conversaciones telefónicas transatlánticas en poesía. Y no cualquier poesía: la que se escribe cuando uno ya no tiene veinte años ni necesidad de aparentar, cuando el cuerpo se arruga como papel viejo y la memoria pesa más que el futuro.
Lo primero que me sorprendió fue la portada. Nada de abstractos pretenciosos ni fotografías artísticas de autor frustrado. Una ilustración limpia, elegante, discreta. Como debe ser. El título, Un firmamento de peces, ya es una declaración de intenciones: la paradoja de poner peces donde van estrellas, de mezclar lo alto con lo bajo, lo celeste con lo marino, lo que brilla con lo que nada. Y ahí está la clave del libro entero: todo es paradoja cuando se trata de amistad femenina, distancia geográfica y el oficio de envejecer sin perder la dignidad.
Gázquez, almeriense, escribe desde Alcalá de Henares con la nostalgia mediterránea todavía pegada a la piel, tierra de sol que quema y tierra seca, como bien dice en uno de sus poemas. Guiter lo hace desde Florida, ese paraíso artificial de palmeras de cintura fina y yates amarrados donde los ricos van a pudrirse al sol. Durante años mantuvieron conversaciones diarias. Conversaciones que no eran sobre el tiempo ni sobre la nimiedad del día a día, sino sobre lo que realmente importa: la muerte de los padres, el duelo que no tiene nombre, la extrañería de vivir lejos de donde uno nació, la amistad como tabla de salvación cuando el océano te separa de quien te entiende.
El libro es un diario secreto compartido, dicen. Y lo es. Pero no esperen el narcisismo obsceno del confesionalismo barato ni la pose de quien escribe para Instagram. Aquí hay pudor, hay contención, hay lo que Hemingway llamaba la teoría del iceberg: lo importante está debajo, en lo que no se dice pero se intuye. Cuando Gázquez escribe “La picarilla” —poema dedicado a su madre muerta—, no hace aspavientos sentimentales. Describe: morena eras, de alegría salpicabas tus macetas, de verbo fácil y risa contagiosa. Y con eso basta. Con esos cuatro trazos, esa mujer está viva en la página, más viva que en muchas biografías de quinientas páginas.
Guiter, por su parte, escribe desde el exilio. Ese exilio voluntario pero exilio al fin, que es el de quien decide irse pero nunca acaba de llegar. “Perdidos en Nueva York, / buscando el alma de Lorca / entre rascacielos y luces de neón”, escribe. Y ahí está todo: la imposibilidad de encontrar las raíces culturales propias en el asfalto ajeno, la búsqueda inútil de identidad en ciudad que no te conoce ni te necesita. Porque uno puede vivir treinta años en un sitio y seguir sintiéndose extranjero. Y eso, señoras y señores, Guiter lo sabe.
Lo que me gusta de este libro es que no teme la sencillez. En tiempos donde todo poeta novato cree que oscuridad es profundidad y que hermético es sinónimo de inteligente, estas dos mujeres escriben claro. Claro como agua de manantial. Usan palabras de toda la vida —mar, peces, estrellas, lluvia, flores, casa, brazos, nietos— y con ellas construyen significados que otros no alcanzan con todo el arsenal de metáforas rebuscadas del mundo. Eso es oficio. Eso es haber leído a los clásicos, haber aprendido de Juan Ramón Jiménez que la poesía desnuda es la que perdura, no la que se disfraza de complejidad para ocultar vacío.
El libro alterna poemas extensos con haikus. Y esa alternancia no es capricho formal sino arquitectura inteligente. Los poemas largos despliegan narrativa, cuentan historias, construyen escenas. Los haikus detienen el tiempo, capturan instante, obligan al silencio. Es como navegar: momentos de viento largo donde uno despliega todo el trapo y momentos de calma donde conviene arriar velas y flotar. Las autoras entienden esos ritmos, saben cuándo acelerar y cuándo detenerse.
Hay poemas de duelo aquí que merecen estar en cualquier antología seria. Las elegías del libro son de factura clásica, con ese tópico del tempus fugit, la permanencia de naturaleza frente a mortalidad humana, pero sin pedantería, sin alarde erudito. Como Jorge Manrique cuando escribió aquello de “nuestras vidas son los ríos”, pero en clave contemporánea, despojada, honesta.
Luego está el tema de la amistad femenina, que es el verdadero núcleo del libro. No la amistad como postal bonita ni como slogan feminista de usar y tirar, sino la amistad como necesidad vital. Y uno entiende que esas conversaciones diarias durante años no eran pérdida de tiempo sino construcción de sentido. Que hablar con quien te entiende cuando vives a siete mil kilómetros de distancia es lo que te mantiene cuerdo. Que la amistad no es accesorio decorativo de la vida sino columna vertebral de la existencia.
Lo que no encontrarán en este libro es pose. No hay aquí la impostación de quien escribe para quedar bien en círculos literarios. No hay corrección política ni eslóganes de moda. Hay dos mujeres maduras —y repito lo de maduras porque me parece importante: no escriben desde la juventud que tiene todo por descubrir sino desde la edad que ya sabe lo que importa— que ponen sobre papel lo vivido. La muerte de madre, la muerte de padre, la distancia que duele, el mar que permanece, los nietos que vendrán, la piel que se arruga, el tiempo que llueve como hojas de otoño.
Editorial Poesía eres tú, sello pequeño pero digno del Grupo Editorial Pérez-Ayala, ha tenido el acierto de publicar esto. En tiempos donde grandes editoriales solo apuestan por lo que tiene garantía comercial o por poetas de Instagram con miles de seguidores pero cero oficio, que un sello independiente publique a dos autoras sin nombre mediático habla bien de quien toma decisiones editoriales. El libro tiene ciento veintinueve páginas, precio razonable, maquetación limpia. Nada de florituras innecesarias ni ilustraciones que distraigan. Libro como los de antes: texto, portada, contraportada. Lo demás sobra.
¿Tiene defectos el libro? Claro que los tiene. Algunos poemas son más débiles que otros. Algún haiku no alcanza la condensación que el género exige. Alguna metáfora resulta previsible. Pero eso es lo de menos. Lo importante es que hay aquí voz auténtica, experiencia genuina, oficio consolidado. Y sobre todo, hay algo que escasea en poesía contemporánea: verdad. Verdad sin adornos. Verdad de quien ha vivido suficiente como para saber que no hay nada más importante que los vínculos que uno construye, la memoria que uno preserva, la dignidad con que uno envejece.
Me quedo con un verso que resume el espíritu del libro: “Volando sobre todas las vidas que no viviré, / respirando la mía, / amándola tal y como es”. Eso es aceptación sin resignación. Eso es madurez sin melancolía. Eso es lo que estas dos señoras han conseguido: escribir sobre lo que realmente importa sin aspavientos, sin impostación, sin mentiras. En tiempos de ruido ensordecedor y banalidad elevada a categoría estética, este libro susurra. Y hay que acercarse para oírlo. Pero quien se acerque encontrará algo que vale la pena: poesía de verdad, escrita por quien sabe lo que dice y dice lo que sabe.
Ahí lo dejo.
Javier Pérez-Ayala
