Cuando amar sin medida deja ruinas
A veces un libro te encuentra justo cuando necesitas que te hable sin adornos. Abres la primera página y ya no se trata de que alguien te cuente su historia, sino de que te diga la tuya. Con Mis ruinas, Mi poesía, Gema Bautista ha escrito ese tipo de libro que sabe mirar de frente al desastre: la devastación que deja el amor cuando se ha dado todo, incluso lo que no se tenía.
Lo que conmueve de Bautista no es lo que dice, sino cómo lo dice. Tiene la serenidad de quien ha pasado ya por la tormenta y no necesita elevar la voz para que el temblor se escuche. Escribe con una mezcla de lucidez y vulnerabilidad que desarma; cada poema es una rendición y a la vez una conquista. Habla del amor que pide una gota y al que se le entrega el mar entero, de la costumbre de vaciarse sin que nadie lo note, de repetir la herida con una fidelidad casi poética.
No hay impostura en su voz. La autora no pretende ser mártir ni heroína; solo una mujer que ha aprendido que la pureza incondicional también puede ser una forma de ingenuidad y que el exceso, incluso del bien, deja cicatrices. La palabra “ruinas” en su título no tiene sentido trágico, sino de descubrimiento. Son los restos de lo que fue, pero también los cimientos de lo que todavía puede construirse. Su poesía es, de alguna manera, un trabajo de reconstrucción: examina, reconoce, ordena los fragmentos sin maquillarlos.
Lo que llama la atención en sus versos es su honradez emocional. No busca ser intensa: le basta con ser precisa. En Bautista hay una economía del dolor. Cada palabra está donde debe, sin gritos, sin retórica. Su autenticidad rompe la distancia que muchos poetas se imponen entre la emoción y la forma; ella logra ese equilibrio entre sinceridad y dominio técnico que distingue a quien escribe para entender, no para impresionar.
Y ocurrió algo curioso: su tono, tan íntimo, ha encontrado eco en toda una generación. No es una poeta de minorías ni de academias; es la voz de quienes están aprendiendo a poner nombre a su propia fragilidad sin sentir vergüenza. Su obra recoge algo muy actual: esa necesidad de hablar de salud mental, de vínculos dañinos, de amor propio, sin disfrazarlo de metáforas inalcanzables.
Al cerrar el libro, uno tiene la sensación de haber acompañado a alguien en un proceso real, honesto. No hay final feliz ni moraleja reparadora. Solo una calma sobria, la de quien ya no escribe para olvidar, sino para comprender. Si leer a Gema Bautista duele, es porque lo que dice no es ajeno a nadie. Y aunque lo que describe tenga forma de ruina, la belleza con la que lo hace deja en pie algo esencial: la certeza de que incluso la pérdida puede tener su luz.
Ana María Olivares
